El Monólogo del Tacto

por José de Jesús Del Toro


Se me están cayendo las manos. Ya sólo están sujetas a mis brazos por un delgado ligamento que, lo sé, cederá finalmente. Me quedaré con dos muñones y me volveré un inútil. Realmente nunca supe hacer nada. He leído unos cuantos libros en mi vida con terrible lentitud y sólo recuerdo frases aisladas, imágenes perdidas que ya no sé a que obra pertenecen. Tal vez por eso me dediqué a la música, por mi tremenda impotencia ante lo abstracto de la literatura... Las carnosidades que sujetan mis manos se parecen a una cuerda de violín. Las veo y las imagino como un diminuto brazo, con huesos delgadísimos y venas microscópicas. En alguno de esos torrentes interiores se producirá en cualquier momento un leve latido, un eco del bombeo del corazón, un temblorcillo que generará una tensión minúscula pero insoportable. Y se producirá el estallido final. Una explosión pequeñísima cuyo ruido se opacará inmediatamente por el de la mano estrellándose contra el suelo y por el grito de horror del caminante más cercano. Intentaré recoger mi mano con lo que me quede de la otra, no está bien andar dejando partes del cuerpo abandonadas por ahí, y al no soportar el peso tendré que conformarme con verlas, a las dos, en el pavimento, entrelazadas como las manos de dos amantes.
Los médicos no saben qué decir. He decidido escaparme de su interés frenético por algo irremediable... Es una enfermedad desconocida, si nos permite estudiarla comprenderemos un poco más sobre el mal, salvaremos a otras posibles víctimas y, tal vez, podamos hacer algo por usted... Hacer algo por usted... ¡Si ni yo mismo he podido ayudarme durante mi vida! No he leído más libros que los que se pueden cargar con una mano, con una mano sana. ¿Y sabe por qué? Porque la literatura es la más impalpable de todas las artes y porque yo necesito tocar, percibir lo que estoy haciendo. No sé si me entienda. Tocar es reconocer, es una comprobación de exis-tencia. Toque usted una florecilla, tóquela, recórrala, reconozca sus características. La literatura es hermética, es un cuarto clausurado al que sólo podemos entrar con la lectura y donde nos podemos engañar muy fácilmente. Creo que no me explico bien. El bailarín utiliza su cuerpo, realiza un acto del que no se puede dudar. Baile y pruebe. La danza es una actividad física, es una realidad material, es una cosa si quiere llamarle así. La pintura también lo es. Está ahí, para siempre, firme ante el mundo. O la arquitectura. Puede estrellar su cabeza contra la columna de una iglesia y se dará cuenta de lo que está hecha. Y lo mismo con la escultura. Y yo escogí la música.


Con la mano derecha puedo jugar al hipnotizador. La muevo como un péndulo y a cada balanceo parece que el filamento va a romperse... Eso me pasa por querer tocarlo todo. Cuando empezó el padecimiento utilizaba mi mano de metrónomo. Los de la orquesta superaron su horror inicial y se descuadernaban de la risa, era lo más divertido que he visto, se lo aseguro. Adagio, Andante, Allegro, Presto y... ¡Allí está!, en el suelo, separada por fin de mi torpe impedimenta. Véala. No grite, se darán cuenta. Sí, todavía se mueve. Parece que toca un violín, rasguña las grietas del pavimento, sabe que no le queda mucho, quiere tocar lo que pueda antes de extinguirse.
Tocar...; para mí las dos acepciones de la palabra son una sola. Tocar, utilización del sentido del tacto desde el punto de vista puramente sensitivo y al que va unido el reconocimiento aristotélico de la realidad. Tocar es darse cuenta de que se está en el mundo y que no se es una sombra inalcanzable. Al mismo tiempo el tocar desde el punto de vista musical es inseparable del tocar sensitivo. Todos los instrumentos musicales recurren al tacto, al uso de las manos. Todos. Por lo menos los que merecen ese título. O dígame usted uno... Algunos consideran a la voz humana, a la garganta, como el más refinado de los instumentos. Pero se engañan. Su misma frase revela una contradicción profunda. Dicen que la voz es refinada pero la consideran un instrumento, una cosa, se olvidan de que el cantante tiene alma y lo rebajan al nivel del piano. No tengo nada contra el piano, nada en particular. Aunque no deja de parecerme un instrumento ridículo. Una gran caja, una percusión sofisticada. Si yo fuera cantante no permitiría que me compararan con un piano. Quisiera pedirle un favor... ¿Podría recoger mi mano y guardarla en mi bolsillo? Imagínese lo que pasaría si la dejásemos aquí tirada. Pensarían que se cometió un crimen. Vendría la policía. O a lo mejor no pasa nada y se la come un perro. A nadie le gustaría, menos a una mano que en un tiempo fue virtuosa, terminar de alimento para perros, como un hueso cualquiera, como una croqueta de las que venden en el supermercado. ¿Lo hará? Se lo pido porque no quisiera perder mi otra mano en el intento. Mire lo frágil de su condición. Toque el ligamento, no tenga miedo. Si lo hace con suavidad no sucederá nada. Ya estoy resignado a la invalidez. Gracias. Póngala aquí por favor, para que se mantenga caliente...
Le voy a confesar mi verdad más íntima, lo que he callado para siempre. Y lo haré en agradecimiento, para que no le pase lo mismo a usted. Cuando era niño vivía entre dos mundos en pugna por dominarse mutuamente. Mi padre era escritor y odiaba la música. Mi madre era pianista y odiaba la literatura. Se odiaban terriblemente y yo tuve que presenciar tantas peleas durante mi infancia que me quedé completamente mudo. No porque no pudiera hablar si no porque no me daba la gana. No volví a pronunciar una sola palabra, ni siquiera un quejido lastimero. Esa fue mi venganza. Mientras mi padre declamaba sus versos interminables en una habitación, en la otra se escuchaba a mi madre interpretando todo el repertorio desde Bach hasta Paul Hindemith. Y yo lo presenciaba todo sin decir una palabra, ni pío. Recuerdo una noche tormentosa en que dos volcanes iracundos lanzaron a la atmósfera toneladas de cenizas insufribles: mi padre recitó en esa sola noche las obras completas de Shakespeare mientras mi madre tocaba de memoria las treintaidos sonatas para piano de Beethoven una tras otra, sin descanso. Una competencia aterradora. Puede parecerle inverosímil pero yo le aseguro que es verdad. Cuando mi madre despachó, sudorosa, la sonata Hammerklavier y mi padre, con lágrimas en los ojos, el último verso de La Tempestad yo estaba hechó un idiota. Y la función todavía no terminaba... Me escapé de mi casa al día siguiente y no volví a acercarme a un piano ni abrí un libro en toda mi vida.
Seguramente se preguntará por qué me dediqué a la música si durante trece años tuve tiempo suficiente para aborrecerla. Debo confesarle que no lo sé. Algunos de esos psicólogos me soltaron el cuento del Edipo y del odio hacia mi padre y a lo que hacía y la filiación con la madre y su quehacer y bla, bla, bla. El psicoanálisis me da risa. Pero no me pida que se lo expliqué porque tampoco lo sé. Yo tenía un vecinito al que mi familia le parecía bellísima. ¡Dos grandes artistas floreciendo y entregando al mundo los frutos de su inspiración! Basofia... A él le parecía formidable el exhibicionismo de mis padres. Seguramente lo habrán adoptado cuando me largué. Lo mismo con el psicoanálisis. Debe haber muchos que pondrían la mano en el fuego por él. Pero yo no pondría ni ésta que ya no sirve para nada. El caso es que cuando crecí y llegó el momento de decidir una profesión me dediqué a la música, al violín. Con él podía tocar, usar mis manos y, al mismo tiempo, obtener un producto palpable. La música es sonido, es física pura, es la propagación de ondas a través de la materia. Con la música puede tirar un edificio o hacer llorar a la mujer que ama. Ponga su mano en una bocina y sienta, cierre los ojos y déjese inundar, no le tenga miedo a las reacciones de su cuerpo. O toqué el violín. La música nos recorre el cuerpo como un segundo torrente sanguíneo y las manos del violinista son el nuevo corazón que le da vida. Y eso no pasa con la literatura. Un libro es una caja inútil, un montón de papel lleno de signos. La producción literaria es perfectamente abstracta, perfectamente impalpable y metafísica. Está más allá de este mundo. O dígame si puede poner su mano sobre un libro y sentir el fluir de la materia viva. Para sacar algo en claro tiene que sentarse en un rincón y leer hasta quedarse ciego. ¿Y todo eso para qué? Para que salga un crítico que diga que la literatura es subjetiva y que la obra y la motivación creadora del escritor rebasa las fronteras de este mundo al convertir ideas en un texto al alcance de cualquiera. ¡Mentira! La literatura es el arte más elitista que existe. Cualquier analfabeto puede bailar o construir una casa o escuchar una canción o dibujar o hacer una figurilla en barro, cualquiera. Pero ponga a ese individuo frente a la más grande novela de quién quiera y le dirá que muchas gracias, que prefiere ir a hacerse un huevo frito.
Todo lo que le he dicho lo he comprobado muchas veces. Y debe ser por eso que estoy condenado a perder las manos. Es un castigo a mi testarudez, a mi necesidad enferma de tocar y tocar hasta la muerte. No se sienta mal. Si tengo mi brazo alrededor de su cuello es para transmitirle mi experiencia directamente. No es contagioso, se lo aseguró. Alguna vez tuve una novia. Era tremendamente hermosa. Pero la perdí porque actué como un maniático sexual. Nunca lo he sido. Pero ella no podía entender porque cada vez que estaba con ella le tocaba la cara y los pechos y los muslos y el sexo y todo. No podía entenderlo. Tenía vergÅenza de que la vieran en la calle junto a un fulano que no deja de tocarla, de acariciarla, de recorrerla. Probablemente le resultaba obsceno o denigrante. Pero yo le aseguro que aprendió mucho de mí. Cuando la conocí era una niña tímida. Hoy es vedette en un centro nocturno y gana un dineral. Dicen que nunca ha podido acabar de agradecerme lo que le enseñé. Ya ve usted...
No sé como recompensarle su paciencia. No cualquiera permite que un desconocido le suelte una sarta de necedades como las que le he dicho. Pero pueden servirle de mucho. Toque, no permita que el mundo se le vaya sin descubrirlo totalmente. Pero le daré un consejo. Nunca se sobrepase, no rebase la frontera que yo crucé y por lo cuál soy un inválido. Dicen que lo que me pasó es cosa de brujería. Que una mujer con la que tuve que ver y que abandoné porque era perfectamente insoportable me hizo esto para que ninguna otra pudiera gozar lo que ella gozó conmigo. Una mano experta puede hacer maravillas. Yo ya no digo nada. Hoy voy a tocar el violín. Creo que puedo sujetar el arco con el muñon. Tocaré hasta caerme de cansancio, hasta que la otra mano ceda. Tocaré y tocaré. Y cuando me sea imposible terminaré con todo de una vez. La vida es un concierto que se consume irremediablemente. Y yo estoy en la coda.


Derechos Reservados. Copyright, Péndulo 1995. México.