Illae

por Marlene Acevedo


Ave María de madrugada fresca. Tus manos blancas en la jícara, tus brazos, tu cuello, tu rostro, agua helada. Tienes frío de camastro de piedra y tu espalda se queja, junto con tus ojos, por las noches tan cortas. Sobre la ropa blanca te acomodas las túnicas azules y pesadas de todos los días. Tu cuerpo delgadísimo se pierde entre los pliegues celestes, se borran tus senos, se ocultan tus piernas. Un hilo eterno de cuentas de plata rodea tu cintura. El velo pesa sobre tu cabeza y las gotitas de sudor no alcanzan a salir. Abres la puerta para unirte a la fila de murmullos azules y blancos. Con la mirada en el suelo recorres el camino hacia el rosario. Treinta escalones, cincuenta pasos, dos bancas a la derecha frente a la imagen de la Divina Infanta. Cerca del susurro del confesionario.
El salón es amplio y blanco. Veinte mesas dobles. Cuarenta tinteros negros. El mapa de Europa está a la derecha. ¿Lo surcan várices fluviales cuyos nombres nunca olvidas, uno por uno? Nunca fuiste pero sí conoces y sabes. Nadie puede saber más que tú de corrientes y de nombres para el mapa. Cuarenta delantales de mascotita café sentados tampoco saben, aunque tengan que saber.

-¿Quién señala el río Rhin?

Ojos vacíos y desvelados, caras de hambre y olor a frijol, pero ninguna respuesta. El aire pesa y oprime. Los barrotes del ventanal arden.

-¿Quién señala el río Rhin? Señálelo usted, señorita, por favor.

Estaba frente a ti. Su mirada te buscaba y te pedía. Ojos grises se levanta hacia el mapa. Una calceta se desmaya retorcida alrededor de su tobillo. Mano dorada señala una línea en el mapa. Mano dorada confunde el mar y el continente.

-¡Ahí no es! No sabe nada.
Podrías arrancar la pequeña oreja. La piel enrojece y los cabellos se erizan. Tres, cuatro, cinco veces estalla la regla de madera. Cinco veces su espalda. En cinco tiempos se dobla hasta llegar al suelo. No sabe nada. Nadie sabe nada.
Rosario de medio día antes del comedor. Ellas comen en una mesa infinita de madera vieja. Ustedes comen en silencio y vigilan. Dos peroles inmensos de frijoles parados. Otros dos de colecitas de Bruselas. Nadie sabe nada. Nadie sabe qué y dónde es Bruselas. Sólo tú. Café negro y bolillo negro. Sientes que te miran. Ojos grises se reflejan en el espejo del comedor. Ojos grises no se apartan de ti.

No debe ser. No sabe comer como una señorita. No se levanta la vista del plato. Ni café ni bolillo. Dos horas a hacer penitencia en la capilla porque no se espía a las personas. Ojos grises nunca lloran.
Rosario de la tarde frente a la imagen de la Divina Infanta. Cerca de los susurros del confesionario. Ojos grises se tiene que confesar porque se ha portado incorrectamente. Puedes ver sus piernas que se asoman tras la cortina del mueble de madera. Sus zapatos gastados no dejan de moverse. Lentamente se resbalan las calcetas blancas. Estás tan cerca que la vibración de su voz se siente en el aire. Se suspiro llega hasta tu mejilla y Ojos grises se levanta sin mirar a nadie. Un eco de pisadas cortas y suelas de goma retumba en la capilla. Ojos grises se arrodilla cinco bancas atrás, dos a la derecha, junto al vitral del Sagrado Corazón.
Bordado en la sala inmensa. Sobre los delantales cafés hay aros, mantas y cajas con hilos de colores. Los dedos se afanan. Punto de cruz, punto atrás, cadenita, relleno. Recorres los sillones revisando bordados. Los revisas por delante: color, textura, tamaño de las puntadas. Los revisas por detrás: cantidad de hilo, errores, nudos iniciales, nudos finales. Tercer sillón. El bordado tiene nudos como cuerpos de arañas. Sería perfecto por delante. No puede ser. No sabe nada. Tijeras para cortar los nudos, tijeras para romper las puntadas. Tijeras para golpear las manos doradas y torpes. Le arrancas la manta, le arrancas los hilos. Exprimes sus muñecas y los ojos grises no lloran nunca. Su boca trata de moverse. Tijeras para romper un labio suave.

-Váyase, señorita. Castigada. No hay pan dulce para usted.

Rosario nocturno y coro antes de dormir. Diriges cincuenta voces desnutridas, cincuenta delantales cafés. Ave María con una voz de soprano y segunda voz cálida. No la miras mientras cantan. Alzas la voz y casi gritas para no escucharla. Ella hace el contrapunto perfecto, nunca un error en el coro, nunca una nota perdida, nunca. Ave María parece interminable. Tu voz y su voz contra la cúpula, contra el vitral. Las voces envuelven sus cuerpos y después inundan la capilla. Ojos grises clavados en tu pecho tras la nota final. Antes de que se vaya señalas su partitura doblada.

-No sabe cuidar sus cosas. No doble las partituras.

Sacudes sus hombres, se despeina. Se unen a las sombras azules y cafés que se dirigen a los dormitorios.
Los ratones recorren tu reclinatorio antes de que enciendas una vela. Emerges de las telas azules y pesadas. Desenvuelves tu cabeza de cabellos cortos. Sudas. El aire está húmedo y caliente. Te quitas las ropas blancas de momia que rodean todo tu cuerpo. Con el agua de la jícara recorres toda tu piel, te acaricias, te exploras, te reconoces. Te recuestas, todavía húmeda, sobre las sábanas de manta. Apagas la vela y observas el humo. Entre sueños escuchas pasos cortos. Se abre la puerta. Escuchas la respiración calmada y el roce de las piernas al caminar. Tiemblas. Algo caliente se posa sobre tu seno izquierdo. Algo húmedo recorre tus brazos y tu cuello.

-Castígueme.

Y como tantas noches, Ojos grises se clavan en tu pecho.


Derechos Reservados. Copyright, Péndulo 1995. México.