El mar, la vida y otras cosas

por Arturo Dávila


El anuncio luminoso de La Huerta sonreía invitador. Cuando nos bajamos del tasqui, un chavillo, de unos trece años, ya nos acosaba:
-Jefe, le hago el tur de la zona; hay de todo: los videobars con películas porno, el chou del Tívoli que está retesuave; o, si quieren bailar, está el Afroantillano, en donde se batea por todos lados, a su gusto; o aquí, La Huerta, donde se puede mover el bote y pistear toda la noche. Y allá atrás están los cuartos, ¿no quieren que les enseñe el lugar?
-Nel, mibuen, vamos a ver cómo está la onda primero, pero si nos animamos, te buscamos.
-Orenle pues, lo que se les ofrezca.
Cuando entramos, las luces ya se apagaban, el chou estaba por comenzar. Había mucha gente y las cervezas circulaban a pasto. Las muchachas, de ropas escasas y fosforescentes, se reunían a acompañar a los bebensales. La pista de baile estaba repleta. Gravitando en la madera, ebrios del calor de la noche, Titino y Laloncho seguían el prodigioso lamento de las bocinas a todo volumen, rocanroleando y chachacheando al son de las notas que vibraban y fluían etéreas, inquietando las curvas de dos nereidas morenas.
-Las cabareteras son como los filólogos -sentenció categóricamente Vico-, se la viven haciendo fichas.
Mientras tanto, Tom seguía con la vista a una rubia oxigenada de lentas caderas y un escote que le llegaba hasta el ombligo. Los espejos parpadeaban desde el fondo de la sala y las luces reguileteaban multiplicando a hombres y mujeres sudorosos. Rigo se desgañitaba, reproducido en potentes amps,encendiendo al público danzante:

Tuvimos un sirenito
justo al año de casados;
con la cara de angelito
pero cola de pescado...

Poco a poco la gente volvió a sus mesas, las luciérnagas se fueron extinguiendo, hasta que la solitaria luz de un reflector iluminó a una despampanante daifa. Era la Mamadona -según nos informó Mamolo, el mimo, con voz pausada y estereofónica, locutor y comentarista del espectáculo. Morena, pequeñita, de flancos prominentes, empezó a moverse junto a nuestra mesa ³de pista², como nos presumió el capi, jactándose de sus influencias. La Mamadona se contoneaba al ritmo de una rola de La Sonora Santanera, con tal destreza de piernas y brazos que no desmerecía su apodo mundialístico. Sus muslos, sólidos y fuertes, y dos pechos fulminantes y bien puestos, fueron estupefacientes para los ojos. Mamolo la secundaba al micrófono:
-Sí señores, la morena de sus sueños que no han tenido por falta de imaginación. Aquí, frente a sus ojos, desde lo más recóndito de la pampa, ha venido a saludar las tierras del sol. Y vean, señores, como la ha recibido Apolo. Vean qué carne, señoras y señores, tostadita, húmeda, refrescante; sí, ladies y gentlemen que también nos acompañan hoy, observen bien a esta lindura que está como pa¹ que se vengan acercando más al estrado a ojear esta fragancia del sur...
El chou se calentó. La siguieron la Platanini, espigada y bronceada, de pelo rizado; Xantipa, ³protegida del renombrado Doctor Sócrates², quien se desgajo de unos velos verdiamarillos llegados, pretendidamente, desde ³las hermanas costas de Río de Janeiro²; y otras compañeras ad hoc con el evento balompédico que acababa de finalizar. Como platillo fuerte la Chuchumajer, redondeada y blanca mujer del norte, de peluca rubia e indisciplinada, y unos ojos estratosféricos. Mamolo incitó al público a que la acompañara en el estriptís, y las prendas fueron cayendo, finas y sutiles, hasta que la Chuchu -como la llamaba el locutor de bigote palpitante y conjuntito impecablemente blanco- quedó en traje de Eva:
-Aquí la tienen, amigos, aquí la tienen, a la mejor contorneadora que ha pasado por el puerto. Directamente de Barbarolandia, de las cautivas del César, importadita, ante sus propios ojos sudados, que quieren acabársela a lamidas...
Los estriptís sucedieron y la raza se emocionó ante las contorsiones yoguísticas de las princesas de la noche. Hielo seco, nubes de humo, neblinas de aplausos y gritos nómadas envolvieron al público tropical. Desde una esquina el locutor demoraba su entrada a la pista viéndome larga y fijamente. El molino de la memoria se echó a andar. Y entonces recordé.

La historia comienza en la tienda de doña Lencha, en la colonia Narvarte, allí se reunía caída la tarde, el personal de la cuadra: el Cuellitos y su Chata, el ñeco, la Tecata, el Güevo, el Gato, la Betina y otros maxters. Se sentaban a la orilla de la banqueta y esperaban a que anocheciera, en callandito. Allí habían crecido juntos, habían aprendido a fumar, a chupar, a quemarle las patas al diablo, a jugar la cascarita, tratando de encontrar un neta que, lentamente, se había ido desmintiendo en los riñones y los estrangulaba cada día más.
El rostro del tiempo los ahogaba en amistades demasiado íntimas, demasiado promiscuas, demasiado abrumadoras. No podían contra el peso y el paso de los años, contra la nostalgia de los fines de semana -distintos al principio, iguales al final-, contra la mordaza de la desolación y el tedio. Algunos habían pirado a roncanrolear al sureste, la tierra prometida de Oaxaca o Cancún, otros simplemente se cambiaron de colonia o se emboletaron con chavos de otro lugar. Los más solamente se aguantaron por costumbre, pero estaban tronados, desinflados.
La Tecata quiso olvidarse de problemas y preño a Alisa -una chava decente y decentavos- pero el tiro le salió por la culata. La familia se puso vértebra y no le soltó la feria. Los abandonaron, acusaron a la chava de piruja y ahora la Tecata, más prendido que nunca, con la responsabilidad de una nenita que lo había hecho sentir algo que desconocía hasta entonces, se sentía cada vez más jodido, porque no tenía en qué caerse muerto.
El Gato ya estaba quemado, lo alucinaban por todas partes y no lo dejaban entrar en ninguna casa de la colonia - ni en su propia jaula-, porque era el terror de las azoteas, y varias gatitas ya se habían quejado de sus fraudulentos arañasos. El padrecito Miguel, un alma de Dios, asesor espiritual de todas las amas de casa de la cuadra, ángel guardián de la moral casera, le había prohibido la entrada a la iglesia ³pues temía por sus virgencitas².
En todos los alrededores, en fin, ya lo traían hasta el gorro. Ese viernes la tarde estaba clara y melancólica. Había soplado el viento y se veían, al final de la calle, dos o tres jirones de nubes, como dos camisas rotas y rasgadas. Frente a la tienda, vegetando, estaban sólo la Tecata y él. Entonces empezaban a pistear y a quemar como si fuera viernes santo. Y se pasaron las horas reventando y naufragando en la inercia de su propia Abulia. Y cuando el cielo estaba entre azul y buenas noches, el Gato, mirando al suelo, explotó:
- Hijos de su rechinar de dientes, Tecata, ya los traigo hasta las manitas. Ora sí que nos quedamos solos, maextro, porque a mí ya nadie me aguanta y tú ya no te aguantas ni a ti mismo. Pero no importa hijo, son unos evenflos, unos mamilas, que se pudran. Ahí tengo la nave, el tanque lleno y unos casets de lujo, de lucayo maxter. Vamos a pirarnos de aquí, Tecata, hasta que se acabe la gas.
La Tecata apenas y lo oía, pero masculló que quería ver el mar, porque se acordaba que cuando vivía su jefe, en unas vacaciones grandes, se los había llevado a él y a su hermana a ver el mar. Y él había sido feliz en ese viaje, tan feliz que no se acordaba cuándo había vuelto a ser tan feliz como en aquella ocasión. Quería ver el mar.
- Sí hijo -respondió con los ojos vidriosos, inyectados, mirando hacia adentro-, sí, vámonos a Acapulco.
Y entonces llenaron la hielera de chelas bien helenas para ponerse bien petras, se liaron unos churros para que ardiera Roma, y se pintaron de colores. Y no le avisaron a nadie, porque ese era el pacto, y porque nadie los iba a detener hasta que mojaran sus pies en el mar, y la Tecata había prometido que iba a besar la arena y se iba a enterrar en ella, y esa misma noche, sí, esa misma noche, iba a nadar en su traje de Adán, como Dios lo trajo al mundo.
Cuando la dejaron, la ciudad brillaba en todo su esplendor. El viento había limpiado el aire y las nubes nadaban en el cielo a poca altura. La luna resplandecía muy alta, muy blanca, como prometiendo días más serenos. Y les encantó la noche, porque era ejemplar. Le metieron candela al vocho y lo sintieron deslizarse por la autopista como si llevara patines de hielo. Vieron, al pasar por Tres Marías, árboles vestidos de niebla y figuras escondidas tras los troncos. Así, envueltos por la noche espesa, llegaron a Cuernavaca en un rayo. Los faros de la nave pasaron disparados, rayando la pista de asfalto, cortando el aire que empezaba a sentirse cálido. Descendieron hasta Iguala y cargaron la hielera, otra vez, de serpientes bien elásticas -como llamaba el Gato a sus queridas caguamas- y ya cuando llegaron a Chilpancingo, las estrellas brillaban más bajito y la luna les cuchicheaba secretos en los oídos -el fondo musical era más bien de los sesentas e inundaba el carro de vibras bien acompasadas; todo funcionaba al tiro, traían muy buen aliviane y así llegaron hasta Acapulco.
La bahía brillaba maravillosa y azul. Los hoteles espejeaban en el agua sin que nadie los molestara. La cabellera de la luna dejaba caer un rayo ancho y plateado sobre el océano. Danzaban las palmeras al son de la brisa. Olía a coco, olía costa, olía a mar.
-Nacapulco, mi Tecata, Nacapulco. Ya llegamos.
Y bajaron a la costera, por la Diana, y sintieron el pulso primordial del trópico, y la sangre les corría más rápido y ensancharon el oxígeno en los pulmones. Acalorados por dentro y por fuera, destaparon otra caguama y se lanzaron por la carretera panorámica.
-Estoy tan hasta atrás, dijo el Gato, que ahorita mismo me echaba de la Quebrada, sin salvavidas. Mira maxter, ésta es la mejor vista de la bahía. Y se paró en el mirador de Las Brisas y prendió otro cigarro. Al bajarse de la nave vieron el esplendor de las luces reflejadas en el mar, oyeron el ruido de las olas insomnes y se sintieron como protagonistas de una película, de un viaje estelar a muchos años luz de su tristeza, o mucha distancia de su soledad.
-Acá arriba está la cruz de Truyet, mi buen, se puede ver desde todo Acapulco. Creo que ahí se mataron dos chavos, se cayeron de una avioneta. Ya ves, maxter - agregó el Gato -, pálida es la calaca y nos jala de los pies a todos, cuando menos los esperamos -un rayo láser lanzado desde una discoteca, verde y luminoso, barre toda la bahía, recorta los hoteles por la mitad, laserándolos.
La Tecata escucha sin decir palabra y sólo atiende al ruido sordo del agua sobre las rocas. Luego se acoda sobre un muro que da al acantilado y se inclina sobre su pena, para oir un mar más profundo. Se acuerda de su chava, de su nenita, su hermana, su jefa, su jefe, en un remolino espeso de recuerdos graves, en una letanía de imágenes confusas. Y acaso le hubiera brotado una lágrima de los ojos, pero el Gato ya estaba girando la nave y, en menos de lo que se voltea un caset, ya estaban viendo la bahía de Puerto Marqués y, al fondo, iluminada, la pirámide del Princess.
El Gato ya andaba rejetón cuando estacionó el carro, y la Tecata sentía que todo le daba vueltas. Bajaron del bote y se lanzaron a la playa del revolcadero, pisaron la arena suavecita como si fuera talco para bebé, y sintieron la brisa suave en la cara, y oyeron el dulce rumor de las olas que se repetían sin cesar.
La Tecata recordó a su jefe cuando lo llevó de la mano al mar y lo dejó allí, sentadito y calladito, en la arena calientita, en la orilla, junto a la espuma. Y él sabía que allí era feliz. Todo le daba vueltas, ya no sintió al Gato a su lado porque se quedó viendo el mar, el muy culebra, le sacó, pero la Tecata no se olvidó de su promesa: besó la arena y se empezó a desvestir hasta quedar en pelotas; comenzó a correr hacia el agua y se lanzó hacia donde el mar y el cielo se le juntaban, en la negrura del horizonte; y todo le daba vueltas pero le valió y siguió corriendo, con la cabeza cargada de pensamientos, el corazón lleno de inquietudes, los huesos rotos de cansancio, feliz...
Cuando lo despertaron, los chavos que rentan los caballos lo vieron en calzones, oliendo a vómito, en el pelo pegajoso, un tufo a miércoles de ceniza y de dos pataditas lo volvieron en sí.
El sol pegaba durísimo, le dolía todo el cuerpo y le ardían los ojos. Le preguntaron:
-Oiga, joven, ¿usted no conoce a aquél?
Y se acercó, poco a poco, caminando sobre la arena caliente, tratando de juntar la ropa que podía encontrar, y vio a un grupo de gente que hacía una bolita, y cuando llegó se halló con la Tecata, rodeada de marinos y de mirones, hinchado y azuloso, en la línea horizontal de los jamases, echando chorritos de agua por las narices, con la boca abierta, espumeante, los ojos perdidos, helados, porque la Tecata si había llegado hasta el mar, mientras que él se había quedado jetón en la playa, el pújaro, y la Tecata sí había llegado, sí había cumplido su promesa de nadar empelotado, y acaso esa noche había vuelto a ser feliz.

Mamolo volvió a morder el micrófono y terminó el chou:
-Bien bien, amigos, amigas, no se me duerman y recuerden que, como se dice en mi tierra, no hay insomnio que resista tres puñetas. Así que los invito a seguir divirtiéndose con nosotros, hasta que salga el sol...
No nos quedamos mucho rato más. Titino y Laloncho volvieron al baile, pero no se decidieron a llevarse a sus amigas nocharniegas. Pagamos la cuenta y, sigilosamente, nos dirigimos hacia la puerta. Al salir, nos cruzamos con Mamolo.
-¿Qué paso, micat, cómo andamios?
Se sacó de onda al ser reconocido. A pesar de su atuendo blanco y serio, un recortado bigote circunflejo y lentes de mosca nocturna, de cerca era el mismo mitológico micifús, azote de las azoteas, el chico más temido de la colonia. Se repuso de la sorpresa y contesto:
-Bien bien, Miki, aquí no más sobreviviendo y toreando babosos como siempre.
-Buen show maextro, buen show...
Me miró desde el fondo de unos ojos profundos ya sin lentes. Yo lo revisé de pies a cabeza, como si lo viera por última vez, y me despedí:
-¡Qué te alivies!
Yo no oí su respuesta, que probablemente me hubiera callado. El Gato siempre tuvo la lengua más rápida que todos. Di media vuelta y me fui.


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