Hay cientos de televisiones por todas las paredes, por el techo y por
el suelo. Las imágenes que surgen sobre las pantallas son las habituales
escenas de algún productor rosa. La gente yace conglomerada al centro de
la escena, encandilada por el golpeteo electrónico de todos aquellos estroboscopios
e hipnotizada por las resplandecientes imágenes que aparecen al ritmo de
un Vivaldi naciente, apenas provocado. Todos miran hacia arriba y abren
la boca, exhalan un suspiro de pasmosidad ante la batalla de snap-shots,
ante aquel planetario tintineando en una especie de fatalidad cósmica.
Las imágenes son claras, precisas. Los niños brincan la cuerda en un
parque, un perro da un gran brinco y recoge de un mordisco un periódico,
una pareja se abraza y ríe en cámara lenta, una violinista se mece mientras
frota las cuerdas de su instrumento y un par de viejitos miran el atardecer
en alguna playa desierta. Vivaldi insiste en acompañar de música grandiosa
a aquellos hombres y mujeres que miran ensimismados. Las cuatro estaciones
suenan egocéntricas.
Se ve un rompeolas en la distancia y un hombre de color, bajo un impermeable
amarillo, sonríe. Cientos de pantallas muestran la luna menguante, un bebé
que gatea hacia la cámara, aparece un arquitecto trabajando sobre un gran
mapa en un restirador de madera, un puente uniendo dos montañas, un salón
de clases y un niño en el pizarrón resolviendo una suma, dos empresarios
estrechándose la mano, una línea de producción de automóviles, el rostro
de un minero con carbón sobre las mejillas, el close-up de una sonrisa
y fuegos artificiales multicolores sobre una ciudad. La imagen de una enorme
multitud en un estadio de futbol, un científico observando minuciosamente
por el interior de un microscopio, una pequeña niña en muletas sonríe mientras
sus familiares le firman el yeso que rodea una de sus piernas, un castor
se rasca la espalda sobre la tierra, un sol adormece en el horizonte en
cámara rápida, una decena de ciclistas se abrazan al final de una carrera.
Se detienen las proyecciones de nuevo en la violinista meneando la cabeza
mientras sobretoma el solo que Vivaldi le exige.
En las televisiones nace la silueta de un señor besando a un niño mientras
lo tapa con una cobija, dos multitudes acercándose, un rostro asiático,
un rostro de color, un rostro nórdico, cientos de rostros, cientos de manos
entrelazadas, cientos de voces parecen entonar un himno, pero no se escucha
otra cosa que no sea Antonio Vivaldi.
Un globo se levanta majestuosamente sobre un campo verde, un velero
se desplaza a toda velocidad por el mar dejando una estela de espuma blanca,
un monoplaza cruza el cielo y se alcanza a ver una mano saludando desde
arriba, un joven abraza por la espalda a una muchacha que ríe agradablemente,
un mecánico sale debajo de un coche sonriendo, un perro lame a un niño
y éste le abraza del cuello. Cientos de hombres se levantan de sus sillas
aplaudiendo, un hombre hace una caravana y extiende los brazos, inclina
un poco la cabeza hacia un lado y su rostro inspira confianza. Se observa
una imagen espacial del mundo, dos astronautas saludan a la cámara, un
satélite parece mandar rayos de luz en forma de cono hacia la superficie
de la tierra, una persona toma la pantalla de una computadora y la besa.
Decenas de camiones dejan montañas de maíz sobre el campo, el agua
cristalina de un río deja ver un banco de peces, un esquimal extiende los
brazos sorprendido, sobre el cuadro de un paisaje seis molinos de viento
giran incansables y Vivaldi se muestra vasto para la imágenes, se muestra
extenso e interminable, digno.
Aparece en las pantallas un hombre tras un escritorio y frente a un
enorme librero, lleno de lomos multicolores. Un artesano moldea con su
manos una vasija, un pintor saluda dejando el pincel sobre la paleta, un
doctor ofrece asiento a una señora, dos tenistas se dan la mano al final
de un partido. Aparece un instante de Turandot, un instante de Madamme
Butterfly, un instante de Idomeneo, un instante de Pagliacci, un instante
de Carmen, se levanta un nuevo público para aplaudir la grandeza de la
opera, la capacidad humana.
Las pantallas no dejan de bombardear a la multitud que se encuentra
entre ellas, no dejan de acumular sus impulsos estroboscópicos, Las cuatro
estaciones mantiene su paso y parece volverse exigente con su desempeño.
Las personas no dejan de mirar hacia arriba con la boca abierta, con el
corazón entregado, con los ojos húmedos.
Un mimo sale en pantalla regalando una rosa a una señora de edad, un
policía baila mientras señala el tránsito, alguien lo imita. Crece el violín,
hay una vista aérea de unas montañas, el esfuerzo de las cuerdas es considerable,
las personas brincan y beben y bailan y ríen en lo que parece una gran
fiesta nacional, entra el juego del eco de todas las notas, la violinista
parece concentrada. Aparece en la pantalla un eclipse de sol, grandioso,
menguante, el concierto se desenvuelve, la violinista cierra los ojos y
se deja llevar por su interpretación, se ven a la distancia las cataratas
del Niagara, Vivaldi resurge con mayor fuerza, entra un close-up de una
mano femenina balanceándose sobre las cuerdas.
El impacto de todas aquellas imágenes acelera su paso y caen cientos
y miles de ellas sobre las miradas de los espectadores. El sonido parece
tomar volumen y se desplaza por todo el lugar, arrebatando cada uno de
los espacios entre las personas. Las pantallas parecen millones de tintineantes
estrellas, tumultuosas, erráticas, multíparas. La música se mantiene, se
contiene, se esfuerza. ¡Vivaldi!
De repente todo acaba y la obscuridad total se precipita sobre aquellos
rostros, el silencio rodea a las personas con tanta fuerza como cuando
la música había cobrado volumen, como cuando las notas salpicándose habían
llenado aquel escenario de una imperceptible neblina.
Las compuertas se abren del lado izquierdo y la gente sale del edificio,
con forma de observatorio, hacia lo grisáceo de su mundo. Hacia las fábricas
y hacia las calles llenas de podredumbre, hacia la miseria y hacia lo cotidiano,
hacia el debate comercial, hacia la permanencia.
Al salir la última de ellas, apretando los labios en su temblor incontenible,
cierra la compuerta y se abre otra del lado derecho. Las personas caminan
al interior y por último un señor de bata gris obscuro frena el flujo humano
y aprieta un botón verde para cerrar, tras de ellos, una enorme puerta
convexa. ¡El incansable Vivaldi y sus cuatros estaciones cobrarían de nuevo
vida!