El lugar

por Marco Hernández E.


Alrededor de un patio rectangular, y rodeándolo completamente, se yerguen los edificios. Son de cuatro pisos y de un color gris pizarra que les da un aspecto triste y melancólico. Las ventanas son muy pequeñas como para contrastar con la impresionante mole de las construcciones. Dentro de ellos, oscuros pasillos se alternan con salones amplios y débilmente iluminados por la poca luz que entra, pálida y amarillenta, a través de las ventanas. En el centro de cada una de las salas hay una o dos mesas negras con sus sillas negras correspondientes. En los pisos superiores están los dormitorios, cada uno con cinco camas.
Sólo en uno de los edificios, el que yace al fondo del patio, las ventanas no tienen barrotes, ni los salones poseen rejas, ni los dormitorios están cerrados con candado.
Yo estuve vagando por el lugar. Visité los dormitorios, los salones y los pasillos; subí y bajé por las escaleras oscuras. Y también deambulé por el patio.
Todo allí es negro o gris, sucio y desordenado. La atmósfera es pesada y maloliente. Ellos vagan aquí y allá. A veces se detienen, pero enseguida prosiguen su marcha errática. Algunos están casi desnudos, otros gritan y otros más -los menos- permanecen inmóviles.
Nunca antes estuve en un lugar así. Las imágenes que percibí, los sonidos que escuché, los olores y en general todo lo que sucede en ese lugar es terrible: aullidos, risas, quejidos estentóreos; expresiones de horror, pánico, cólera e impotencia, todas en su grado máximo; olor a orines, a heces fecales, a sangre y a muerte; ropas desgarradas al igual que las carnes, miradas perdidas, riñas, suicidios.
La razón de mi visita al lugar era sencilla: buscar a mi padre, un padre que no conozco y del que sólo sé que ha enloquecido. Mi madre jamás me habló de él. Sin embargo, por un motivo u otro, ese día pensé que tenía que verlo, aunque desquiciado, una vez en la vida.
Durante el recorrido un par de hombres vestidos de blanco me siguieron sigilosamente para evitar cualquier percance. Yo entré al lugar con el pretexto de ser estudiante de medicina (lo cuál es cierto) que necesitaba realizar un trabajo sobre psiquiatría (lo cual es falso). La simple idea de revelar la búsqueda del padre loco que jamás conocí, la vergÅenza de tener que admitir que jamás había contemplado su rostro y que, por lo tanto, ni siquiera lo podría reconocer me obligaron a mentir. Después de todo, ¿qué tal que hubiera dicho toda la verdad y, a pesar de darles el nombre de mi padre, me mostraran a cualquier paciente con tal de dejarlos de molestar? Además, yo tenía que saber en qué condiciones vivía mi padre, tenía que conocer su ambiente y su dolor. Por esta razón fingí tomar apuntes en alguna clave, y fui fijándome en cada rostro, en cada figura. Tuve el presentimiento de que, de algún modo, a pesar de no haberlo visto jamás, lo reconocería inmediatamente.
Recorrimos los tres edificios abarrotados y, finalmente, llegamos al de los locos no peligrosos. Aquí, la tensión disminuyó considerablemente. Algunos pacientes me parecieron normales, pero el hecho de saber que, a pesar de su apariencia y conducta, eran locos, no hizo sino angustiarme más. Además las horribles escenas vistas minutos antes en los otros edificios estaban todavía frescas en mi memoria.
Fue entonces cuando lo vi. Ahí estaba, en una silla negra frente a una mesa negra. No sé por qué lo reconocí, pero tuve la certeza de haberlo hallado por fin.
Me acerqué y lo contemplé detenidamente. Su semblante era sereno. Su expresión era todo lo bella posible en un ser humano. Sus grandes ojos cafés tenían la mirada perdida, pero no la misma mirada inexpresiva de los otros internos. Durante un instante pude jurar que aquel hombre no estaba loco, sino en la más bella y profunda meditación jamás lograda. No obstante, enseguida recapacité, y la ilusión se vino abajo: estaba ante un loco, y si ese hombre era mi padre, estaba ante mi padre enloquecido, inconsciente de la realidad, aislado, muerto en vida.
Sentí una pesada carga y una urgente necesidad de llorar, pero no lo hice, pues sentí que de comenzar no hubiera podido detenerme. Entonces el pánico hizo presa de mí. Por primera vez tomé conciencia del significado de la locura. No hay peor cosa. Lo más terrible que puede sucederle al ser humano es perder el contacto con la realidad. No hay enfermedad más horrible que la locura.
Súbitamente dejé de sentir miedo, y sentí unas ganas inagotables de vivir, de sentir y de amar. Tuve la necesidad vehemente de aprovechar mi vida y mis potencialidades. Me sentí inspirado a realizar las proezas más audaces.
Estaba sumido en ese estado eufórico cuando uno de mis acompañantes me hizo regresar a la realidad.
-Disculpe joven, pero ya es tarde y usted no puede permanecer aquí más tiempo. Además, ese paciente que tanto le ha llamado la atención no es del todo interesante. Desde que llegó aquí, hace veintiún años, no ha pronunciado una palabra, y prácticamente no se ha movido.
-Enseguida voy- contesté.
Ibamos saliendo cuando una voz nítida y potente se escuchó desde adentro: ³Hijo, soy yo.²
Regresamos presurosamente, sólo para encontrar a mi padre desmayado. Usó toda su energía para vencer por un instante a la inmisericorde locura. Creo que logró su libertad.
Esa ha sido la lección más valiosa de mi vida: hay que vivir. Me la dio mi padre, ese día, en el lugar, y con eso logró compensar su ausencia y mi abandono.


Derechos Reservados. Copyright, Péndulo 1995. México.