a todos mis alumnos y
a todos mis maestros,
especialmente a Fausto.
En cierta ocasión me enteré de que Sigmund Freud tenía un brevísimo
ensayo titulado algo así como ³...sobre la adolescencia...² Como maestro
y como persona interesada en la mejor comprensión de mis semejantes, o
de mí mismo a través de mis semejantes, imaginé que leyéndolo encontraría
sesudas claves y correlaciones intelectuales que me permitieran establecer
un mejor método de exposición o que, por lo menos, me facilitara el llamado
³control² de grupo. ¿Cuál sería mi sorpresa cuando me encontré con que
el buen Segismundo se limitaba a hablar de vagos, pero muy personales,
recuerdos sobre su propio proceso de escolaridad en el equivalente a nuestra
enseñanza media? Me asombró la sencillez con la que el padre del psico-análisis
reconocía recordar con mayor nitidez la forma de vestir o caminar de alguno
de sus profesores que una precisa relación de algún concepto producto de
la dedicada labor de quienes lo ayudaron a conformar su propia personalidad.
De ahí, quizá, que durante este periodo resulte tan importante la formación
de hábitos en el educando.
Cuando me entregué a la reflexión sobre lo que sucede en el ámbito
llamado por algunos ³salón de clase², lo primero que vino a mi mente fue
el impacto del hermoso encuentro con este texto, pues después de leerlo
no perfeccioné ningún método: nada más intensifiqué mi ya acendrada convicción
de que cualquier muchacho, antes que un alumno, es un ser humano que siente
y que piensa, que ríe y que llora.
De la misma manera que el médico vienés, lo único con lo que realmente
cuento para reflexionar alrededor del tema es mi propia experiencia como
alumno, y lo poco que haya logrado percibir desde mi posición como maestro
interesado en saber si en mi clase se cierra el circuito de comunicación.
En nuestra cultura, un salón de clases es un espacio cerrado en el
que se recluta a un grupo de niños o adolescentes que en ese momento posiblemente
preferirían estar en otra parte y haciendo otra cosa, y que en muchos de
los casos lo logran, por lo menos mentalmente, procurando engañar al profe-
sor con una cara seria y relajada que parece atenta. Cuando he llegado
a presenciar una reunión de ex-alumnos o veo a alguno de mis amigos de
la infancia, me encuentro invariablemente con que los asuntos que nos ocupaban
durante la estancia en el aula no eran precisamente el binomio cuadrado
perfecto o el ciclo de Krebs, o, unos pocos años después, la ecuación de
la parábola y la espiral radial de las cadenas de ADN. Tampoco nos agobiaban
ni los casos y oficios del latín, ni el hipérbaton o el tetrástrofo monorrimo
o la cinta de Moebius, la teoría de conjuntos y las seis o siete esposas
de Enrique VIII; nos daba igual que se hablase del artículo 123 constitucional,
la pirámide feudal, el fusilamiento de Maximiliano o la muerte de Serrano
en Huitzilac; todos ellos conocimientos cuyo aprendizaje recuerdo con nostalgia.
Aquello que realmente me ocupaba con intensidad era conseguir dinero para
comprar una trenza en el recreo, esperar el timbre de salida a la una y
veinte, intercambiar estampitas para el álbum El Universo de Bimbo y Marinela,
recordar los ojos de una vecina a la que nunca escuché tocar el clavecín,
esconderle el portafolios a Ayala, que ahora es doctor en medicina, tener
a tiempo el acordeón con todas las capitales de Africa, los ríos de Asia
y las condiciones climáticas de la tundra y la taiga, aunque a unos cuantos
años cambiaran todos los nombres de todos los países, hasta la fecha no
haya podido navegar en el Yang Tse Kiang y no distinga un desierto de un
bosque de coníferas. Era de primordial importancia aventarle un gisazo
al profesor cuando se volteara a anotar la ecuación de óxido-reducción,
olvidarse de todo cuando la maestra de inglés lo mirara a uno durante dos
segundos al pasar la lista y organizar a todos para verse en el baldío,
pues se presenciaría la épica batalla entre Mourey y Victoria por una niña
del Miguel Angel que a todos nos gustaba.
En ocasiones también era importante para mí leer a escondidas algún
libro de Hesse, Dostoievski o Sartre mientras el maestro, que era flautista
en el Teatro Iris y siempre llegaba crudo, trataba de explicarnos la fuga
y el motete en la época barroca, al tiempo que muchos de mis compañeros
simplemente pervivían el mareo y el sopor de las últimas clases en mayo.
Había maestros que me caían mal y, nomás por eso, no podía ponerles atención
inventando mil escusas: otros no, pero tampoco podía atenderlos. En preparatoria
hubo una mestra que me conmovía y su clase me interesaba mucho, pero siempre
me sacaba por cualquier cosa desde que dije que Blanca, la que había pasado
al pizarrón, tenía bonitas piernas (yo creo que le caí gordo, ella tenía
unas piernas horribles). También era básico pasarnos papelitos unos a otros
con cualquier broma, o simplemente pidiéndole salim o chamoy al que estuviera
comiendo. Algunos veíamos revistas pornográficas por abajo de la papeleta
o camuflajeándola con un libro grande o alguna carpeta y disimulando con
una regia cara de mustios. Era necesario, asimismo, organizar salidas al
cine o ponernos de acuerdo para las tardeadas y, en alguna ocasión fatídica,
sentarnos en el último rincón con ganas de llorar y de que nadie nos viera,
para esperar la maldita hora de salida porque acabábamos de tronar con
la novia en el segundo descanso.
También sucede que fue en un salón de clases donde traté de entender,
por primera vez, de una manera más o menos consciente: ¿qué es la muerte?
Murió mi abuelo y yo pasé unos días mirando a todo el mundo sin comprender
por qué me parecían tan ajenos todos y qué quería decir exactamente el
dato de que mi abuelo fuese enterrado un miércoles. La frase de Lavoisier
en la boca del maestro de química, que tembloroso nos explicaba un experimento
con agua salada y fuego, me retumbaba en los oídos: ³...nada se pierde,
nada se crea, todo se transforma...², mientras yo no entendía por qué ni
siquiera podía llorar.
Pasé horas enteras tratando de descubrir la ecuación que determinara
el movimiento circadiano de una mosca alrededor del foco de la biblioteca
o, simplemente, deprimiéndome porque de nuevo no llegaba la temporada de
lluvias y con ella los exámenes finales. De esta manera transcurrieron
los años en los que esa masa informe llamada juventud consistió en conformar
lo mejor y lo peor de mi persona. Mientras los maestros creían que lo ideal
era un alumno callado que simulara ponerles atención, algunos de ellos
me conmovieron con su desmedido entusiasmo por las fórmulas o me desar-
maron el alma con una historia de Las mil y una noches o con un triste
poema de amor.