Incubo: dícese del demonio que tiene comercio sexual con una mujer. Según la tradición popular, adoptaba la apariencia de un hombre. De sexo contrario al súcubo. Salvat, 1972
No puedo decir que los pasados cinco mil años hayan sido perfectos,
ni siquiera agradables, pero mi expediente estuvo limpio durante más tiempo
que el que un hombre con un cubo de arena y una pala de plástico se hubiese
tardado en construir la pirámide de Keops.
En la época de mi degradación se me conoció como Milos Donicetti. Conforme
el tiempo pasa, nuestra imagen progresa. He aparecido descrito, pondré
algunos ejemplos, como un fermoso joven siempre fermoso y nunca más viejo
(Crónicas de la Ciudad de Cómpluto), un libertino dandy dieciochesco (Nota
al árbol genealógico de la familia Bourroughs), o como un artista joven
a punto de debutar en Hollywood. (New Stars, marzo 1954).
Debo explicar la mecánica de nuestro trabajo: uno aparece en la población
escogida, seduce al mayor número de mujeres posibles, hasta que la notoriedad
le gana a uno unas vacaciones bien merecidas.
Así, cuando aquel sueco rojizo me empezó a perseguir por todo Cannes
pidiéndome que firmara un contrato para su próxima película, intuí que
era hora de partir. Sin embargo, no fue así, en mi mesita de noche del
Hìtel Blanc no apareció el habitual pañuelo rojo, que ya para ese momento
ansiaba. El pañuelo rojo, por supuesto, es nuestro boleto de salida del
trabajo.
Yo estaba bastante mosqueado por sus invitaciones constantes a beber
Veuve Cliquot en compañía de su esposa, quien había sido monja con las
carmelitas descalzas y pesaba noventa kilos.
-Hilda -insistió a la quinta vez que la llamé Madame Lars.
Los íncubos somos diferentes en algunos aspectos a los seres humanos.
Por ejemplo: para nosotros copular es un trabajo, el cual cumplimos con
incomparable maestría, aunque no lo disfrutemos. Por otro lado, nuestras
papilas gustativas están acostumbradas a recibir plomo hirviendo y azufre,
por lo que la mayor parte de la comida terrena nos resulta un poco insulsa
y en algunos casos, como en el Veuve Cliquot 1922, francamente intolerable.
Otro detalle: originalmente no teníamos sentido de la estética. Sin embargo
algunos compañeros empezaron a sufrirlo desde el siglo doce. Creí que eran
simples rumores pagados por el sindicato. Pero estando en Francia, durante
los años veinte del presente siglo, al encontrarme frente a una catadora
de chocolates finos devorada por la pasión, sentí que mis lustrosos bigotes
negros se me erizaban y tuve el impulso casi irresistible de huir. Por
primera vez sentí asco. Desde entonces, las vacaciones las había aprovechado
más que nada para prepararme psicológicamente para las siguientes temporadas
de trabajo.
Notando esto, el Jefe me destinó a la Costa Azul, donde, aunque mi
paladar tenía que sufrir una superabundancia de champaña, la clientela
era amable y bastante bella. Es claro que cuando uno se ha tirado a setecientas
mujeres en menos de cuatro meses, aún siendo un íncubo de posgrado como
yo, se sienta algo aturdido. La sola idea de que la número 701 fuese esa
Hilda que se la pasaba diciendo obscenidades en la mesa al estilo de ³bendito
sea Dios² era difícil de sobrellevar.
-Déjame intentarlo a mí -dijo Hilda a su esposo en sueco, cuando éste
ya empezaba a preocuparse por el poco tiempo que le quedaba antes del rodaje.
Así, Milos Donicetti quedó justo en la situación que debía propiciar.
Odié y maldije al esteticismo antes de disparar una de mis mejores sonrisas
y escupir esta sugerencia:
-¿Por qué no lo discutimos en su habitación, Hilda?
En este trabajo se ven muchas cosas, y una vez en el Africa Ecuatorial
me tocó presenciar como moría, bajo el ataque de un cocodrilo, un hipopótamo
hembra.
-Me encantas Milos, y sé que te atraigo.
En otra ocasión, presencié un sacrificio humano y un banquete ritual
-consistente en los restos del sacrificado- en el México precortesiano.
-Quítese la ropa, Hilda.
Una vez estuve a punto de ser quemado por los calvinistas de Ginebra.
-Qué impulsivo eres Milos. Por cierto, por qué no me tuteas.
Pero no pude, simplemente no pude.
Usted seguramente habrá sufrido o sufrirá de impotencia, pero esto
es inconcebible en un íncubo. Además, nosotros nunca nos jubilamos.
-Oh, Milos, no te preocupes, a todos les sucede. Qué te parece si pedimos
un poco de champaña para que te animes.
Traté de pensar en unas vacaciones cercanas, sin papillas insulsas,
sin mujeres.
-Hilda, la verdad es que voy a tomar los hábitos sacerdotales y quizá
sería mejor olvidarlo todo.
Según el Jour de algunos días después, el prometedor galán italiano
Milos Donicetti huyó a la Tierra del Fuego, ante ³la irresistible pasión
que por mí sentía.² El articulista intercaló hábilmente las líneas de Hilda,
mis fotos y las de ella, logrando un efecto plenamente grotesco.
Y sin embargo fue la primera cruz en mis papeles.
Ahora, treinta años después, justo al final de mis vacaciones, el Jefe
me dijo que voy a ser transferido a una tercera categoría de demonios sexuales:
los tránscubos.
Tránscubos: nuevos demonios nombrados por el pastor John G. de la primera comunidad bautista gay de San Francisco. Se supone que cumplen la misma función que los súcubos o los íncubos, sólo que con los miembros de la comunidad homosexual. Rolling Stone, julio 1984