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El destino final del reverendo Preacher

por John W. Smith-Victoria


El parque es increíble; todo tapizado por las flores de jacaranda, callado, largo, vigilado por esos edificios de los años cincuenta. Lorena y yo somos increíbles también. Nunca he conocido a dos tipos tan imbéciles como nosotros mismos. Además estamos borrachos.

-Me gustaría vivir por aquí.

A los dos nos encantaría y dejamos un beso como promesa inquebrantable. Andamos con calma, arrastrando los pies, besándonos y metiéndonos mano abajo de la ropa.
Creo que Lorena lo ve antes que yo. Cuatro pisos, con un gran 17 en la puerta. Le han pasado los años alrededor, sigue pensando que el presidente es López Mateos. El edificio es tan risueño, tan acogedor que nos atrevemos a tocar en la portería. La conserje nos dice que es muy tarde, chinguen a su madre pinches borrachos y que mejor no regresemos.
Es Lorena quien vuelve a tocar el timbre. El timbre del último departamento, donde entrevemos, tras unas cortinas pesadas, un tentáculo mortecino de luz. Por el interfón nos preguntan quiénes somos. Lorena me muestra una carita traviesa y sigue tocando. Veo cómo se enciende un foquito en el elevador.

-¿Y ahora qué -pregunto-, corremos a escondernos a la esquina?

No me contesta. Me tapa la boca con un dedo.
El tipo tiene la cara bastante furiosa, sin embargo no está en piyama ni carga arma alguna. Tiene unos bigotes magníficos. Lorena le hace una seña de que queremos comer, y acompaña el gesto de una expresión tan dolorosa, que el hombre queda desarmado. Nos abre la puerta.
Dentro del elevador, tengo que hacer un esfuerzo supremo para no apenarme o morir de risa. Sin embargo, en cuanto llegamos, adopto mejor mi papel de mudo e incluso se me ocurre una idea. Espero a que nos inviten a pasar y en ese momento trazo una gran cruz en el aire; bendigo así el hogar de nuestro anfitrión. Parece que el señor es bastante creyente. Mi tesis se refuerza cuando nos ofrece mejillones y zamburiñas. Trato de rehusarme con suficiente timidez y él nos convence porque de cualquier manera la lata ya está abierta. Lorena come con gestos sumamente elegantes y al mismo tiempo agradecidos. La imito a medias.
Todo el tiempo pienso en lo maravillosa que resulta nuestra actuación, mediante la cual, nos hemos convertido -al menos para este hombrecillo bigotón y afable- en una especie de místicos errantes, con voto de silencio y quizá hasta poderes celestiales.

Para mejorar el efecto, cada vez que nos vamos a llevar algo a la boca, miramos hacia el cielo con nuestros mejores ojos beatos. De vez en cuando, nuestro anfitrión dice frases sueltas, nos pregunta si nos gusta el queso y el vino. Luego cae en un silencio triste, atormentado, como si quisiera pedirnos algo especial.
Cuando terminamos de cenar, Lorena se encarga de bendecir por segunda vez el departamento. Me quedo pensando qué rayos nos podría haber pedido.
Regresamos al coche. Tardamos un poco en llegar a la casa ya que en Sonora, una patrulla bloquea la calle. No nos queda otra que ver cómo los oficiales bajan brutalmente a un niño scout y a una niña scout del volchito que usan de nido de amor.

-Parece que en este vecindario no se puede andar haciendo baby scouts -comento.

A Lorena no le gusta el chiste. Apunta, en cambio, el número del coche de la policía. Probablemente con la intención de reportarlo a la Comisión Nacional de Derechos Humanos. No le pregunto.
Hacemos el amor antes de dormir.

No he logrado conciliar el sueño. El relojito dio tres pitidos hace un rato. Me parece que Lorena está teniendo una pesadilla; respira aceleradamente y de pronto gime. Decido despertarla.

-¿Qué pasa, sol?
-Me siento mal, sol.

Se ve un poco pálida.

-Qué te doy -le pregunto, sabiéndome ignorante en asuntos de medicina casera.
-Sólo leche -contesta- y tómate también un buen trago porque se me hace que fueron las almejas lo que me hizo daño.

Le doy la leche. Yo no tomo; no me gusta. Le acaricio el pelo para que se duerma.

-Abrázame -me pide.

Y nos dormimos así, hechos un nudo de pelo y ternura.

Las pesadillas me empiezan mucho después, con pequeños sonidos que vienen de muy lejos y me desesperan por su propia insignificancia. Estoy en medio de un llano inconmensurable donde me han abandonado. Trato de gritar; me desgarro la garganta y la base de la lengua se me pone dura. Lo único que logro es producir esos ruidos despreciables, casi inaudibles que al llegar a mis oídos me desesperan y recomienzan todo el proceso.
Lorena se despierta al contacto de mi cuerpo; estoy ardiendo en fiebre. Ni siquiera me pide que me vista. Entramos al coche y arranca. Al principio hago un esfuerzo para recobrar algo de lucidez. Es inútil. Me dejo vencer por la debilidad. Los ruiditos siguen. Ahora creo entender qué los produce.
-Háblame -me pide.
-Son pequeñas conchas de mejillón, son percebes niñas golpeándose las cabezas durante una marea alta, son ostiones que se besan, es un camarón mago aserrando a una langosta, es un estadio lleno de cangrejos. El ruido, haz que pare el ruido, por favor.

Pero ella no me oye.

-Háblame -repite- háblame.

Llora. Conduce con lágrimas en los ojos.
Y son los chasquidos los que no me dejan comunicarme. Trato de acariciarla o de besarla. Estoy demasiado débil y demasiado lejos.

Todavía alcanzo a ver la cruz roja, los pasillos asépticos y al hombre de bigote, preocupado, repitiendo incesantemente mi rubita, mi rubita se está muriendo de asma. Pobre, pienso y me desmayo.

En cuanto despierto, siento unas ansias locas de ver a Lorena. Miro a mi alrededor y me la encuentro en el sillón. Durmió llorando. Se lo conozco en las ojeras. Mi amor, le digo mentalmente, mi amor y me quedo contemplándola, con ganas de besarla, pero atrapado por los tubitos del suero. En cuanto llega la enfermera, me entra otra inquietud. Qué pasó con el hombre de bigotes, que pasó con su rubita. La enfermera no me hace caso, supone que deliro todavía. Me pasa una esponja por la frente y me mete un termómetro en el culo. Lo lee y hace un gesto de satisfacción.

-Al rato viene el doctor, quizá lo puedan dar de alta hoy mismo.

Aunque tengo resaca, el comentario me anima.
Poco tiempo después llega el doctor. Su cara de enfermo de dispepsia no me gusta. Con firmeza, pero sin ser brusco, despierta a Lorena. Espero que sea para decirle que recoja nuestras chivas, que ya podemos irnos.

-Ya no hay peligro, señora, pero me temo que la reacción alérgica lo ha dejado sordo. Lo siento.
Lorena no dice nada. Se queda seria. No entiendo por qué chingados no se dirigen a mí. Cuando el doctor se va, Lorena me toma la mano y me la besa. La abrazo. Me siento bastante sereno. Incluso cuando me hace un gesto inentendible con las manos. Trato de decirle no estoy sordo pero mi lengua es un molusco muerto.

Salimos lentamente, abrazados. Pagamos una cuenta exorbitante. Aprovechando que tengo una pluma, escribo en un papel NO ESTOY SORDO, AMOR, PERO NO PUEDO HABLAR. ¿De verdad?, me pregunta. Le hago un gesto con la cabeza. Es extraño que no hagamos algo al respecto, que no aprovechemos nuestra estancia en el hospital para preguntarle al médico, a otro médico. Puede que sea mejor, quizá el doctor sólo se equivocó de palabra y quiso decir ³mudo² en vez de ³sordo². Una vez dentro del auto, nos besamos. Es algo muy extraño, ya que no puedo mover la lengua. Lorena se hace tonta, al notarlo. Sin embargo, quiero saber. En realidad no me puedo imaginar lo nuestro sin besos. Arranca y conduce, ahora entre el tráfico sonso del domingo. Quiero que hable, el silencio me recuerda mi propia condición. Sonríe y me dice la lengua te sabe a abulón. De alguna manera ya lo sabía, pero el comentario me abate. Prendo el radio sopa de caracol, sopa de caracol, cantan en tropical. Mejor apago el radio.
No entiendo cómo puede estar tan serena. No le puedo preguntar. ¿Estará aparentando serenidad para que no me desespere? No te preocupes, no es tan grave, me dice, casi leyéndome el pensamiento. De hecho no sería la primera vez que nos leemos la mente. ¿Y si pudiéramos comunicarnos así? Creo que todavía estoy medio dañado por la cruda y los antibióticos o por el alcohol mezclado con los antihistamínicos.
En la casa me dice que ella va a hacer la comida ese día vas a ver que algo logro. Prendo la televisión. Ni siquiera me fijo en qué canal está, quiero embotarme, no quiero acabar de matar mi última esperanza. Es una película del oeste, vieja, en tecnicolor de ese que ilumina todo con una intensidad que acaba por cansar. Justo la agarré en el clímax. La música es suavísima y dos tipos cuentan pasos en la calle mayor del pueblo. Uno es guapo y rubio, el otro arrastra un poco la pierna izquierda y viste de negro. Cuando dan el noveno paso, la cámara salta a un tercero; un personaje extraño, que se me hace extrañamente familiar.

-Paren -ordena, el tercero.

Tanto el Bueno como el Malo, se vuelven lentamente, con la mano rondando las cachas, hacia la voz.

-No intervenga, reverendo Preacher -dice el Malo- esto es un asunto de hombres. De cualquier manera nuestras almas ya están perdidas.
-Cállate, Dumbass -dice el religioso (quien definitivamente no lo parece, pero en fin). El reverendo Preacher les está apuntando a los huevos, con la izquierda al Malo-Dumbass con la derecha al Bueno-. Los dos saben que tengo la mejor puntería de todo Arizona, así que mejor óiganme. El único pecado es la mentira y ustedes son un par de mentirosos. Dios, a través de mí, castiga la mentira...
-Vamos a comer- avisa Lorena y ya no me entero cómo termina la película. Prefiero imaginar que Preacher deshueva tanto al Bueno como al Malo y se queda con la chica guapa, con quien cabalga hacia California en un espectacular atardecer al final de la cinta.

Es curioso, pero el no poder tener una conversación con mi esposa, me lleva a seguir pensando en la película. El único pecado es la mentira ¿a quién se parecía ese actor? Dios castiga a lo mejor salía en alguna otra película, sin bigote o haciendo de gángster u otra cosa la mejor puntería de todo Arizona ¿se parecía al hombre del hospital? ¿o al hombre al que le actuamos el viernes? ¿NO ERAN EL MISMO HOMBRE? la mejor puntería en toda la Condesa. Háblame, amor, dime algo por favor, no ves que me vuelvo loco.
Permanece en silencio, me ve comer y me sonríe. No habla porque cree que me lastimaría. Quizá tenga razón. Vuelvo a pensar en la película.

Acabando de comer me pregunta ¿quieres ir al cine? niego con la cabeza y le señalo la televisión. Prefiero esperar a que recomience la película de vaqueros. Le escribo unas líneas: FIJATE EN EL REVERENDO, NO SE A QUIêN ME RECUERDA. Me contesta en la misma hoja: ¿QUE REVERENDO??? EL DE LA PELICULA (POR QUE ME CONTESTAS POR ESCRITO) NO Sê. Nos reímos. Nos hacemos cosquillas y acabamos haciendo el amor frente a Silvester Stallone. Rocky sube las escaleras de Filadelfia y nosotros sudamos y nos reímos. Casi se me olvida mi lengua petrificada. De hecho, cuando me vengo, ya no me importa. Vemos la película de vaqueros sin ponernos la ropa, bebiendo brandy. Cuando llegamos al duelo, Lorena ya ha reconocido en el reverendo Preacher a nuestro anfitrión involuntario y al señor de la rubita. En el momento cuando el bigotón suelta su parlamento un tanto grandilocuente, Lorena salta.

-Güey, es clarísimo. Vístete.

Apaga la tele. Me arrastra hacia el coche. Conduce hasta el Parque México. Se estaciona frente al edificio. Tenemos que pedirle perdón, no entendiste, la película era un mensaje ³la mentira es el único pecado², tenemos que pedirle perdón al señor de los bigotes. Me gustaría decirle que ya se me había ocurrido, pero no traigo la libretita. Cargarla sería aceptar mi condición de mudo.
Tocamos el timbre del último piso. Cuando la portera sale a abrir la puerta, casi no puedo creer que esa mujer ojerosa y casi tierna en su fealdad de perro maltés haya sido la misma que nos mentó la madre hace pocas horas.

-Buenas, ¿no está el señor del ultimo piso?

Sus ojeras crecen. Lo juro, ahí frente a nuestra mirada, los círculos morados que cuelgan de sus ojos, expanden su radio.

-Son algo de don Carlos.
-Amigos -se apresura a mentir Lorena- acabamos de regresar a México y queríamos ver si todavía vivía aquí.

La portera mira al suelo, juega nerviosamente con las puntas de su delantal, masca el chicle tratando de exprimirle algo, ya no sabor, sino más bien serenidad.

-Es que se le enfermó su hijita al señor Carlos; algo del pecho y la fue a llevar al hospital. Dicen que a la salida un muchachito de esos de dinero y un policía se iban a balacear. El señor Carlos sacó la pistola pero lo tirotearon ahí mismo. A la niña, a Dios gracias, no le pasó nada, pero está con su mamá.

Nos vamos sin decir palabra.


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