Cuento infantil

por Roberto Max


Había una vez una familia muy linda y feliz, que vivía en un hogar pintado de blanco. Aunque la casa estaba en una gran ciudad, sus jardines sembrados de rosas y árboles fructíferos le daban una armonía campestre. En las ramas, los gorriones trinaban con desbordante frenesí, contagiados del calor humano de la familia.
La madre, Rosa, era tan bella, tan fresca como sus jardines cuando por la mañana los cubría el rocío. Siempre se le vio una sonrisa en los labios rojos, unos labios que contrastaban con la blanca nieve ardiente de su piel. ¡Y era tan buena con sus hijos! Porque Rosa tenía dos varones, mellizos, en los que se manifestaba la hermosura serena de la familia. José Luis y José Manuel se parecían tanto a Rosa y tanto entre sí, que sólo ella lograba distinguir a uno del otro. A veces, jugando, Rosa fingía confundirse:

-José Luis, péiname por favor.
-No mamá, yo soy José Manuel.

Rosa, entonces, soltaba una melodiosa carcajada y se decía tontita, tontita y abrazaba a sus dos hijos para darles besos en toda la cara. ³José, José, ¿con cuál me quedaré?², entonaba su cándida voz, y los niños pedían, también entre risas: ³¡Conmigo, mamá, quédate conmigo!²
Era tal su dicha, que sólo una vez lloraron los hermanos, y al verlos su madre, emocionada, lloró también. Fue el día en que un niño malo en la escuela les dijo a José Luis y José Manuel que tarde o temprano las mamás se mueren.

-Mamá, ¿vas a morirte?-le preguntaron a Rosa, deshechos en lágrimas, al unísono.
-No, mijitos -respondió ella, enternecida-. Yo voy a vivir con ustedes para siempre, porque son mis amorcitos y... ¿quién los quiere?
-¡Tú, mamá!

Bastó un abrazo para que tristeza y llanto se disiparan y, a partir de entonces, cada vez que José Luis y José Manuel se acongojaron por algo feo escuchado en la escuela, Rosa les repitió: ³¿Quién los quiere?², y bastó la pregunta para elevarles los ánimos, nuevamente, hasta las nubes.
El día en que José Manuel y José Luis cumplieron catorce años, Rosa los festejó con un gran pastel de chocolate para cada uno. Ellos habían considerado invitar a algunos amiguitos de la colonia, pero Rosa les pidió que no lo hicieran. ³Los catorce es una edad muy especial -explicó ella-, porque la infancia se queda en el pasado. Quisiera, el día de hoy, tenerlos sólo para mí, ya que dentro de poco los robará otra mujer y habré de quedarme sin ustedes, tan sola...² Rosa terminó entre lágrimas y sus hijos la estrecharon en sus brazos, consolándola, y cada uno juró que nunca, por nada, habría de abandonarla.

-A nadie amamos más que a ti- le aseguraron.
-¡Qué hijos más buenos me ha dado Dios! ¡No los merezco! A ver, amorcitos, ¿quién los quiere?

Pronto la normalidad volvió al hogar. Partieron los pasteles, se abrieron regalos. En la tarde, José Luis puso música y Rosa quiso enseñarles a bailar el vals. El primero en intentarlo fue José Manuel, que bailó con una gracia delicada, comparable a la de su madre. José Luis no pudo seguir los pasos, pero era más majestuoso, todo un caballero en su manera de colocar los dedos firmemente en la cintura de Rosa y llevarla por la pista de baile, un, dos, tres, un, dos, tres, exquisito.
Tanto bailaron que Rosa, en algún momento, quiso sentarse a descansar. Sus mejillas encendidas hacían ya juego con los labios rojos. Estaba hermosa. Abrió una botella que sólo se había abierto para los invitados esporádicos y que se llamaba licorera. Bebió el líquido marrón de una copa y los hijos vieron, en el gesto de satisfacción de su madre, lo bien que le sentó. Nunca la habían visto así de animada:

-No se detengan, bailen ustedes.

José Luis y José Manuel lo intentaron. En un principio, José Manuel no se acostumbraba a la mano de su hermano en la cintura, pero pronto recuperó su gracia de venado y disfruto también la decisión con que José Luis lo guiaba para aquí, para allá, mientras Rosa bebía y aplaudía; bebía, bebía y aplaudía.
Cuando no pudieron dar un paso más, se abrazaron uno al otro para transmitir su alegría derramada. Luego, cansados, fueron a acostarse.
En la cama, antes de cerrar los ojos, José Luis y José Manuel solían aguardar a que su madre fuera a darles la bendición y el beso de las buenas noches. De niños, además, Rosa les había leído unos cuentos divinos, de princesas que recolectaban flores en jardines eternos, con fuentes y lagos y sapitos. Al final, las princesas se casaban con un príncipe jinete que las llevaba a vivir a países fantásticos, lejanos, donde todo era oro. Aunque aquellos eran cuentos infantiles, José Manuel habría deseado, gustoso, seguirlos escuchando. Esa noche, precisamente, le pediría un cuento a su madre, como hermosa conclusión del día festivo.
Pero Rosa se demoró más de lo acostumbrado, unos tormentosos minutos en que José Luis y José Manuel aguardaron con el aire retenido, para escuchar sus suaves pasos por el corredor. Al llegar, Rosa fue primero con José Manuel, que notó cierto titubeo en las palabras de su madre -un asonante tropiezo en las erres- al rezarle al angelito de la guarda y, durante el mágico momento del beso, cuando tuvo la boca de Rosa a una mínima distancia, aspiró algo extraño, un olor a vinagre, que le molestó mucho porque anulaba el delicioso perfume natural del cuello de su madre. Desconcertado y un tanto molesto, olvidó pedirle el cuento.
José Luis también notó las diferencias, pero él si supo disfrutar la ocasión del beso, porque Rosa mantuvo fijos, durante mucho tiempo, sus labios húmedos en la tersa mejilla del hijo. José Luis pudo sentir y escuchar la cálida y placentera respiración maternal, un poco entrecortada.

-Buenas noches, José Luis.
-Hasta mañana, mamita.
-Buenas noches, José Manuel.
-Que descanses mamita.

Rosa encendió la pequeña lámpara que desde niños sus hijos se habían acostumbrado a usar de noche, para no sentir miedo en la obscuridad. Cerró la puerta de la recámara y José Manuel, sin sueño, se quedó viendo las sombras que la lámpara proyectaba en el techo. Había una, entre la tercera y cuarta viga, de izquierda a derecha, que parecía la silueta de su madre y que lo hacía sentirse bien, protegido. Acostumbraba verla durante horas. José Manuel nunca se la hizo notar a su hermano; cuando descubrió la sombra, de pequeño, decidió reservarla únicamente para sí. Fue el único secreto que hasta entonces había guardado de José Luis.
La voz del hermano lo sacó del embeleso:

-José Manuel, llama por favor a mamá, ¡ay!, me duele el estómago.

Rosa vino rápido, consternada. Puso la mano en la frente de su hijo y no detectó fiebre. Tal vez se debía, simplemente, a que el muy goloso no había dejado migaja sin comer de su pastel de chocolate. Nada por qué alterarse y, sin embargo:

-Si quieres, vente a dormir conmigo, mijito -le ofreció compasiva.

Agradecido, José Luis aceptó al instante. Hacía años no dormía con su madre y aún recordaba la grata temperatura que Rosa daba a las sábanas y el aroma floral que las almohadas de seda desprendían. José Manuel también conocía estos placeres de memoria y pidió, un poco tímido, irse con ellos.

-¿Para qué amorcito? A ti no te duele nada.

Vio a Rosa y a su hermano salir del cuarto y entonces sí empezó a sentir unos dolores que nunca antes, primero en el ombligo y de allí por todo el cuerpo, hasta que fueron tan intensos que, enardecido, estuvo a punto de vociferar una pecadora, infernal palabra. Luego, colmado de malos pensamientos, volvió a fijar la vista en el techo y se refugió, aún intranquilo, en la afable sombra de su madre. Cómo le hubiera gustado, en ese momento, no requerir -tan resentido estaba- de la protección de Rosa.
Poco después escuchó gemidos. Al principio casi no fueron audibles, aun en la oquedad de ese cuarto silencioso, donde la sombra, endeble, lo protegía sin hablar. Después, los gemidos se hicieron más constantes y fuertes, casi gritos. ³Mi pobre hermano ha de estar muy grave², pensó José Manuel, arrepentido de sus celos, pero deseando haber sido ese pobre enfermo para gozar de las consideraciones maternales, bastante más elaboradas de lo que José Manuel imaginaba, porque en la otra recámara, la principal, tras el muro divisor de preferencias, Rosa pensaba en aquel hombre que la había dejado, el Luis Manuel que se había ido con la mala mujer quince años antes, cuando ella, la legítima, tan buena, estaba en estado de gracia. Y al pensarlo lo odiaba, sin poder dejar de amarlo; tantos años de espera y, al fin, siento tus manos acariciarme, siento el peso de tu cuerpo, temeroso como si no supieras tocarme; te amo, te amo, te amo, y José Luis, sin pensar demasiado, cumplía con los efectos de un amor puro, de su amor, y nunca mamita, serás de otro y yo nunca, mamita, te dejaré; y este tu perfume que nunca me abandone y contigo siempre, siempre, mamita. Y gemía uno y gemía el otro, las pieles tan pegadas que apenas daban espacio al sudor que emanaba de su desesperado quererse y nunca quererse separar. Así nos quedaremos de ahora en adelante: un sólo cuerpo indisoluble. Y al final, con un aullido de gloria, Rosa se abrió en pétalos, receptora de su sol; Rosa abrió los ojos para comprobar con la vista que tanto placer, quince años olvidado, fuera posible. Sí allí estaba una figura adorable que bien funcionaba, que no sabía de malas mujeres ni abandonos, y también -horror, ¡oh, Dios, qué horror!-, más atrás, en el umbral de la puerta, estaba el mellizo moviendo los labios; repitiendo, sin hablar, las mismas sílabas: ³ma-má-ma-má², una y otra vez, sin entender qué sucedía en este mundo, aunque en el de la mente, de pronto, fue aquella linda princesa de su infancia, en un jardín infinito, donde el salvador, el real jinete llegó cabalgando, la tomó en sus brazos y la llevó a vivir por siempre, felices ambos, en un país de oro, lejano, muy lejano.


Derechos Reservados. Copyright, Péndulo 1995. México.